Es por nuestras retorcidas relaciones con la familia, los amigos y la sociedad, por lo que, la mayoría de nosotros, hemos sufrido más. Hemos sido especialmente tontos y tercos en ese respecto. El hecho fundamental que nos negamos en reconocer es nuestra falta de capacidad para lograr una asociación genuina con cualquiera. Nuestra egolatría cava dos pozos profundos: o insistimos en dominar a los que nos rodean o dependemos demasiado de ellos.
Si dependemos demasiado de otras gentes, tarde o temprano nos fallarán, porque también son humanos y porque no podrán, al cabo, satisfacer nuestras continuas exigencias. De esta manera crece nuestra inseguridad y se hace rencorosa.
Cuando habitualmente tratamos de manipular a los otros, de acuerdo con nuestros deseos voluntariosos, se rebelan y nos detienen enérgicamente. Entonces se desarrolla el amor propio lastimado, el sentimiento de persecución y el de venganza.
A medida que redoblamos nuestros esfuerzos para controlarnos, pero continuamos fallando, el sufrimiento se agudiza, se hace más constante. Nunca hemos tratado de ser uno de la familia, de ser amigo entre los amigos, trabajador entre los trabajadores, un miembro útil de la sociedad. Siempre hemos pugnado por llegar a la cúspide de la montaña o por escondernos debajo de ella. Este comportamiento egocéntrico obstaculizó cualquier relación de la asociación con los que nos rodean. Tenemos poca comprensión de lo que es la genuina confraternidad.